LA ILERA

LA ILERA, así
han llamado desde siempre a nuestro río las gentes de los pueblos de su cuenca.
Es una corrupción de la voz
"glera" -literalmente,
terreno con mucho cascajo-, nombre que también recibe el río Oja por tener su
lecho plagado de
piedras.

Los chiguitos de 'La Ilera' somos unos cuantos riojalteños
que
nos resistimos a sucumbir ante el virus del
urbanita a base de monte, un poco de toponimia típica y un mucho de vino
con
chorizo. La ruralización navega despacio, y hay
un largo camino hasta que uno puede calzarse con dignidad una
boina.

Nosotros
lo acabamos de empezar con ganas de pasarlo bien; porque tomárselo todo a
cachondeo es una cosa muy
seria.



6 de agosto de 2010

Laguna de Hervias

En esta nueva entrada se muestra fotos de la Laguna de Hervías tomadas en el mes de febrero de este año 2010.
  

Laguna de Hervías con la Sierra de Cantabria al fondo.
 


Lecho de la Laguna donde destaca los carrizos - amarillo pajizo- que contrasta con las tonalidades rojizas de la viña del fondo.



 


Primer plano de la lámina de agua con carrizos y al fondo Chopos.





Laguna con montañas de La Ibérica al fondo.




En esta época ya había alguna bandada de patos rondando la laguna, aunque es en el mes de Marzo cuando se pueden observar más aves acuáticas.
.

¿Desarrollo? -Tal vez no-.

El otro día me pasaron este texto y me resulto bastante cercano; seguro que muchos de nosotros nos sentimos bastante identificados y hemos visto cambios en nuestro entorno que no nos han gustado un pelo.
Ahí os lo dejo.


 EL TESTAMENTO DE MI ABUELO


DEDICATORIA

Sirva este relato como homenaje a todos esos abuelos que murieron o morirán con su rebeldía envuelta en la soledad y el anonimato. En especial a Narciso, de Loja, fallecido ya y que fue ese gran hombre que acostumbraba a alumbrar el anarquismo español del primer cuarto del siglo pasado.

Paco Cáceres 2003

Raro, así calificaba mi madre a mi abuelo Narciso. “Tu abuelo es bueno, pero raro”. A mi padre, curiosamente, nunca le escuché comentario alguno que dejara entrever lo que sentía por él. Le daba buen trato como hijo suyo que era, pero no había una estrecha relación entre ellos. Así, entre lo poco que hablaba mi abuelo y la influencia de la imagen transmitida por mi madre, mi abuelo, el único que me quedaba, pasó durante un largo tiempo desapercibido para mí,

Ahora, pasados los años, cuando recurro a los recuerdos para resucitarlo tengo la certeza de que me miraba con ternura, una enorme ternura que emitían sus ojillos en forma de brillo y una sonrisa que no acierto a describir. Recuerdo su palabra siempre ausente... pareciera querer hablar conmigo y que una fuerza misteriosa se lo impidiera. Ahora que voy paseándome por las imágenes, los lugares o la niñez descubro cosas de mi abuelo que me llenan de interrogantes; como cuando solía acompañarme de niño camino del río y hacíamos parada en una gran chopera. Él se sentaba en un inmenso tronco seco al que le gustaba pasar la mano por encima acariciándolo. Yo correteaba, saltaba, perseguía mariposas, lagartijas y pequeños saltamontes. Cuando estaba cerca de él le escuchaba comentar cosas relacionadas con mis juegos o el medio en el que me movía: Si yo miraba una lagartija exclamaba “¡Es macho, su color oscuro lo dice, la hembra es más clara”, si alzaba la vista ante el vuelo de un palomo, “Ese es de Rafael, revolotea en torno a su casa”. Si un ave cantaba; “ese es el ruiseñor. No puede estar preso, se muere”, “la mirla huye”, “ya ha llegado el chamariz”. Era extraño, siempre aparentaba hablar para sí, nunca se dirigía a mí. Me viene ahora a la memoria el día que me pinché con una ortiga y ante mi irritación cogió una hoja de malva y dijo: “Es curioso, si te pinchas con una ortiga y te frotas con una hoja de malva el dolor desaparece”. Rápidamente lo puse en práctica. Después, para que no odiara a la planta, dijo: “La ortiga cura más que pincha; para reumáticos, para el cabello, para el estómago... Cura más que pincha”.

Así era mi abuelo me enseñaba sin enseñarme, exclamaba al viento pero cuando éste soplaba en dirección a mis oídos. Y así, de esta forma tan sencilla, tan aparentemente indirecta fue como aprendí a conocer y amar la naturaleza. Solo ahora soy consciente de ello, pero ¿por qué no decirme “mira Antonio, éste es el saúco, aquel que vuela el verderón”? ¿Qué misterio envolvía a mi abuelo para que no me mirara a los ojos al hablarme? ¿Por qué decía al viento lo que tenía que escuchar yo? Ese interrogante me persigue día tras día.

Es curioso, cuando perdí a mi abuelo fue cuando más hablé con él, cuando más mastiqué y rumié sus palabras, cuando más misterios me desvelaron sus gestos y su actitud. Ahora que sólo podía hablar con su memoria, con sus huellas, me llenaba de amargura no poder tenerlo físicamente frente a mí, ante su pequeña estatura y su grandeza humana. Sí, amargura, pero hurgando en esos recuerdos sentía también una enorme tranquilidad y bienestar. Estar solo con él me llenaba de humanidad, de profundidad, activaba todos mis resortes interiores... ¡Cómo hubiera deseado que entre sus escasas pertenencias, entre las que olisqueé, hubiera encontrado unas notas, un diario, algo que desvelara el misterio! ¿Por qué tenías aquella extraña relación conmigo, abuelo?

El día que lo descubrí estudiaba segundo de ESO. Como dije, hasta entonces había pasado desapercibido. El maestro de geografía e historia tuvo la culpa de este cambio: “Quiero que me hagáis un trabajo de investigación. Hablad con vuestros abuelos acerca de recuerdos, juegos, cosas de antes... Enfocadlo como queráis, pero hablad con vuestros abuelos”. A mí se me antojaba el trabajo difícil; mi abuelo hablaba poco, pero tenía que abordarlo y se lo dije mientras comíamos. Él calló, al insistirle me respondió: “No me acuerdo, tengo muy mala memoria. Se me borró la tinta”. Ante mi insistencia intervino mi padre: “¡Anda, cuéntale algo papá, cuéntale algo!”. Aquello pareció la señal de salida, mi abuelo prometió ayudarme en ese trabajo.

“Es una birria de investigación”, me dijo un compañero al ver que tenía menos de un folio, letra grande, respuestas escuetas y monosílabos . “Fíjate yo, cuatro folios de historias”. Al llegar a casa le espeté a mi abuelo que me iban a suspender porque él no me había ayudado. Me faltó llorar. Mi abuelo me miró por primera vez a los ojos mientras le hablaba y me dijo; “¿recuerdas tu alameda infantil?” “¡Ya no está abuelo!” “Da igual, vamos para allá. Allí me entenderás mejor”.

Frente a la urbanización “Puerta del Cielo” sostuve mi primer diálogo con él.

- ¿Dónde está tu alameda?

- Ya no está, hay casas.

- Sólo podemos verla tú y yo, pero ¿podrán verla tus nietos? Cuando ellos vean casas y casas, ¿Pueden imaginar que bajo esos cimientos se esconden tu niñez, las lagartijas, las ortigas, tu mirada infantil...? ¿Cómo explicárselo?

Aquello fue la introducción, a partir de allí explotó y sus palabras fluían como fluyen los ríos después de las lluvias, con fuerza y llenos de contenido.

- Antoñillo, toda esta tierra que pisas, todos los alrededores son el escenario de mis penas, de mi trabajo, de mis juegos, de mis amores, de mi vida, pero me han borrado todos los signos que me lo recordaban. ¿Dónde está el barranco de la Gloria de nuestros juegos? ¿Y el tomillo, la zahareña o el romero que cogíamos? ¡Lo allanaron! ¿Dónde está la vaguada de los pájaros llena de jilgueros comiendo las semillas de los cardos? ¿Y el charco, el gran charco donde anidaban las aves de paso? ¡No existen! ¿Y los cañaverales cuajados de ruiseñores que marcaron el paso del río en distintas épocas? ¿Dónde están los mochuelos de los olivos? ¿Los ves tú? ¿Y las choperas, fresnedas, zarzales y nuestras historias junto al río? ¿Tienen orillas los ríos? ¿Se pueden llamar ríos a esa agua con basura y sin vegetación que transcurren entre grandes muros de hormigón? ¿Dónde están Antoñillo...? Antoñillo, a mí me robaron todas las alamedas de mi niñez, de mi juventud y hasta de mi etapa adulta.

Me parecía mentira, mi abuelo dominaba a la perfección el arte de la oratoria, su tono de voz, sus preguntas, sus pausas, su perfecta pronunciación, la gesticulación de manos y rostro... Todo ello me envolvía en un mundo que sólo descubría irreal cuando veía en todas direcciones construcciones, asfalto y hormigón. Las palabras seguían manando y manando entre un silencio que me pareció total a pesar del ruido constante de hormigoneras, coches y grúas.

- Antoñillo, todo cuanto viví está enterrado para siempre; no existe. Yo nací en este pueblo, y sin irme vivo en otro muy distinto. El cemento y la codicia arrasaron nuestros recuerdos, nuestras vivencias. Miro alrededor y no me oriento, ni norte ni sur, no reconozco este lugar... no me reconozco a mí mismo.

- Abuelo, pero los pueblos crecen, eso es inevitable

- Ninguna montaña surge de golpe, ningún ser vivo crece más de lo que en su naturaleza está escrito. ¿Hay algún ser humano que crezca en uno o dos años dos metros...? Crecer es natural, el gigantismo es una enfermedad. No digo que todo permanezca igual, el cambio es inevitable, necesario, pero ¿dónde está el equilibrio?

Hicimos un silencio, un largo silencio lleno de reflexiones por mi parte y continuamos andando. Al llegar a un cruce me dijo: “¡Ya hemos llegado!” A mí me sorprendió: un camión mal aparcado, un pequeño atasco, bocinas que enronquecían mezcladas con las quejas de algunos conductores. ¿Se habría confundido mi abuelo? Él, ajeno a ello, levantó su mano y me señaló al frente.

- Allí, allí teníamos la huerta, nuestra huerta la enriqueció el río con sus crecidas y nosotros con nuestro trabajo. ¡Qué rica tierra! Crecía de todo. Aquí estaba nuestra despensa y mi abuelo le enseñó a mi padre, mi padre a mí y yo... Aquí cogí los tomates más jugosos que nunca probé, las zanahorias más anaranjadas, los melones más dulces, las lechugas...

El tono de su charla se volvió tierno, con una voz baja adobada de largos silencios que contrastaban con el sonido inacabado de los claxon y la voz del camionero que se quejaba haciendo grandes aspavientos por la poca paciencia de los conductores afectados. Aquel hilo de voz parecía narrar algo irreal en aquel paraje actual. Sin embargo, los ojos de mi abuelo, o tal vez el corazón, dibujaban otro paisaje distinto. En uno de los largos silencios me atreví a decir algo que después me pareció ridículo

- Abuelo, mi padre dice que gracias a que vendimos la huerta hemos prosperado.

No me contestó de inmediato, cerró los ojos como queriendo consultar con sus antepasados, y con un tono apagado, como de derrota, como si supiera que sus argumentos sólo les convencían a él mismo prosiguió

- Sí, prosperado, cambiamos el pozo de agua fresca por el coche último modelo, el nogal de la inmensa sombra por un apartamento en la playa, la acequia y el cerezo y la higuera por montones de cosas que abandonadas en la buhardilla tal vez no utilicemos nunca más... Sí, hemos prosperado, pero ya no escucho a los ruiseñores, ni huelo las tomateras, ni veo salir el sol, ni los mil colores que tienen las mil hojas de un caqui en otoño. Sí, hemos prosperado vendiendo el alma, cambiando la amplia gama y tonalidades de colores, sabores, olores y todo lo propio de los sentidos por el monótono y mortecino gris oscuro y el nauseabundo olor a gasolina y alquitrán, y todo... y todo para comprar... para comprar... ¡Compramos tantas cosas! Y... y la verdad, miro esta forma de vida y no veo el ser humano por ninguna parte... ¿Dónde está el ser humano Antoñillo...? Aquí, también falla el equilibrio.

Cabizbajo, como diciendo sus últimas palabras tuvo aún fuerzas para mirarme a los ojos durante un largo rato y no decir nada. Nunca un silencio había hablado tanto, sentí un desgarro infinito y pude ver dentro de mi abuelo. Ya no me habló, pero escuché las palabras que no pronunciaba: “Antoñillo, estas calles no me dan paz, no me dan alegría, no comprendo su lenguaje, sus signos, hacia donde va la gente ni qué dicen sus ojos ni sus rostros. Han cambiado los colores, los olores, los sonidos y los silencios. Cuando enterraron el territorio, el hormigón también me enterró a mí. Me robaron una forma de vida y me impusieron otra que no reconozco. Antoñillo... Antoñillo...”. En ese momento sentí su mano sobre mi hombro y empezamos a andar de vuelta a casa. La corriente de comunicación entre nosotros continuó, el corazón de mi abuelo percibía la brizna olorosa de las tomateras al amanecer, el canto de los grillos entre el cielo estrellado. Sentado allí, junto al pozo y no lejos del nogal, el croar de las ranas que por decenas alborotaban la noche callada, a la abuela cubierta de arrugas, pero que él seguiría viendo con una piel lisa y suave como los cielos de invierno... Y todo eso entre el olor a gasolina, el rugir de las hormigoneras, el inmenso olor a alquitrán de la última calle asfaltada... A mi abuelo lo dejaron sin recuerdos, se lo habían llevado de un pueblo a una ciudad sin hacer viaje alguno, sin dar un paso. Lo miré y miraba sin mirar, de pronto percibí en su rostro una enorme tristeza con sabor a soledad, a incomprensión, a una falta total de calor humano y de fe en la vida. Unos metros antes de llegar a mi casa se paró en seco, me giró con su mano y dándome un abrazo me susurró: “Antoñillo, no sabes cuánto te quiero”. Yo sentí un profundo amor a la vez que un desgarro interior fortísimo. Aquello era la confesión de una despedida. Era la primera vez –e intuí que la última- que mi abuelo me diría aquello.

Al entrar en casa se encerró en su habitación y yo quedé como en una nube. Aquel día no salió alegando que se encontraba mal. A partir de ahí sentía un deseo intenso de comunicarme con él, pero su pequeño cuarto gris se convirtió en su mundo y sólo salía a comer, bien poco y no siempre. Quise entrar y hablar con él, pero mis padres me decían que le dejara tranquilo, que estaba cansado. Los siguientes seis meses estuvo ausente, no soltó palabra, ni un monosílabo. Una mañana, la más triste de mi vida, después de una noche en que no pude cerrar ojo, ahora sé porqué, escuché un revuelo y vi salir al médico. “Parada cardiaca” dijo mi padre. No pude contenerme: “¡Qué sabrá el médico!” Mi padre se quedó extrañado, pero yo sabía que la causa de su muerte había sido otra.

Y aquí estaba yo cuatro años después todavía con el enigma de mi abuelo, dando vueltas y más vueltas. Repasé tantas veces los recuerdos, los pasos, las miradas, que ya estaba dispuesto a arrojar la toalla de los por qué, pero parece que tanta insistencia por mi parte, tanta perseverancia habría de dar resultado. En medio del túnel oscuro percibí una luz; en uno de mis paseos por el cementerio vi escenificado el entierro de mi abuelo, caras tristes, hipócritas la mayoría, pero en un rincón casi pasando desapercibido estaba Andrés con las manos puestas sobre su cara y un llorar entrecortado. ¡Cómo no había caído antes! ¡Qué torpe! Andrés y yo éramos los únicos que habíamos sentido realmente la muerte de mi abuelo. Afortunadamente Andrés vivía todavía y podría descifrarme las claves que me mortificaban permanentemente. Descubrir eso a altas horas de la madrugada me dejó sin pegar ojo el resto de la noche. Sabía que Andrés solía dar el paseo muy temprano y en aquella mañana de junio lo abordé. No se extrañó al verme.

- Sabía que vendrías, aunque has tardado... Ya, ya, Narciso, tu abuelo... Éramos grandes amigos, teníamos un pasado y muchas vivencias en común... Una diferencia: Yo me adapté y él no...

- ¿Cómo era mi abuelo?

- Apasionado, tremendamente apasionado y fiel a sus ideas. Le convenció el anarquismo y fue un misionero de esa idea... Los dos anduvimos cortijos, pueblos y centros de trabajo para llevarles esa luz... Recuerdo perfectamente su poder de convicción, sus palabras modeladas con el mejor barro. Sabía mirando a los ojos de los que le escuchaban cuándo tenía que alzar la voz, cuando ponerse entrañable o cuando tenía que regalarles silencios para que comprendieran lo que decía... ¡Cómo hablaba...! Después, en los tiempos duros de la dictadura nunca se rindió, soportó cárcel, persecuciones, pero aunque parecía agazapado siempre hacía –hacíamos- labor clandestina. Nunca creíamos que la razón estuviera en las fuerza de las armas... Recuerdo un día que lloraba de rabia ante las palabras de un trabajador que le narraba la injusticia que había sufrido... Tu abuelo era puro... Después vendría la democracia, ¡bueno! ¡Lo que tenemos! Y pasado el primer momento todo se calmó. Él seguía pensando lo mismo, pero le falló la gente. Al final, volcó su lucha en la defensa de este pueblo y de su entorno.

- ¿Y por qué cree que tenía esa relación conmigo...? Me refiero a que decía al viento las palabras que me tenía que decir a mí.

- Es largo... Tu padre y tus tíos no heredaron de tu abuelo su forma de ser y de pensar. Eran diferentes. A ellos les daba vergüenza que él se “señalara”. Pensaban que era un freno a sus aspiraciones y un incordio en su tranquilidad y relación con el pueblo... Cuando tu naciste recobró vida y se volcó en ti... Aún recuerdo el día que llegó a mí y se hinchó de llorar... Tu padre le pidió que se olvidara de batallas, del pasado y de ideas caducas y que no intentara influir en ti... “¡Quiere que sea mudo! ¡Quiere que sea mudo!” me dijo entre sollozos... El viento fue el intermediario para que nadie pudiera acusarlo de influirte... Pero no culpes a tus padres, ellos son de otra época y se doblegaron a las exigencias sociales, a los marcajes estrechos que se hacen en los pueblos.

- Tengo una duda más, ¿Por qué se desprendió de su huerta si tanto la amaba?

- Cuando quisieron comprarle la huerta, toda la familia vio la oportunidad de sacar un buen pellizco. Tu abuelo se negaba en redondo, también tu abuela. Pero ella, que era encantadora y muy humana, tenía una enfermedad en fase terminal. En sus últimos días le pidió a tu abuelo que cediera, que pensara que la vida de los hijos no era la suya y que tenían que abordar la nueva realidad. Por otra parte parece que le pidió a tu padre a cambio que no abandonara a tu abuelo cuando ella muriera, que lo cuidaran. Y así fue, al final tu abuelo vendió la huerta cediendo a lo que tu abuela le pidió. Para él tenía más valor la persona que el medio, y tu abuela... ¡Tu abuela era mucha persona!

Andrés me contó muchas más cosas de mi abuelo que me hicieron engrandecer más su figura y vivir todos aquellos acontecimientos como si yo hubiera estado en el centro de ellos. Tuve más charlas con él llegando a ser su amigo y asiduo visitante. Precisamente, en mi cumpleaños me regaló una bolsa con objetos. “Te pertenece”, me dijo. Allí había escritos, poesías, dibujos y otras pertenencias de mi abuelo que me perfilaron mucho mejor su pensamiento y personalidad. Ni qué decir tiene que esto influyó en mí relación familiar, al principio no pude evitar que viera a mis padres con cierto resentimiento y reproche por su actitud ante mi abuelo. Con el tiempo fui comprendiendo que aquí no había buenos y malos, que mi abuelo era fruto de la rebeldía de una generación y mis padres el fruto del conformismo de otra. Solo cuando me serené y coloqué cada pieza en su lugar acerté a comprender que mi abuelo me había legado un testamento construido a base de vivencias y otra forma de ver la vida. En cierto modo aprovechó su oportunidad, la única que tuvo, con aquel trabajo de investigación, que por cierto impresionó a mi profesor, para pasarme un testigo. Testigo de rebeldía, de un prisma distinto de ver la vida. Mi abuelo Narciso tal vez creyó que había sido derrotado, pero si él pudiera ver, podría contemplar su victoria. Yo, su nieto, construí sobre sus profundas palabras los cimientos que me han hecho crecer y luchar por un mundo distinto, más humano y armónico con todo lo que nos rodea. Mi madre me lo confirmó un día cuando le escuché decir a mi padre: “Andrés, me estoy temiendo que Antonillo lleva el mismo camino que su abuelo Narciso”.